El sexto sentido

La ecuación de la vida IV

 Un anciano maestro explicaba a sus alumnos por qué al quedarse ciego había ganado en sabiduría. Les decía; sabed que yo antes conocía el mundo a través de mi vista, distinguía colores y formas, luz y oscuridad, matices y tornasoles. Pero al cabo del tiempo de apagarse mis ojos, mi corazón me mostró que también podía contemplar el mundo a través de él.

La  capacidad de trascender reside en nuestra alma y resulta algo verdaderamente insólito y exclusivo si observamos al completo el reino animal. Habría que precisar en primer lugar que es muy distinto y nada tiene que ver esta cualidad de obrar por un interés que supera al individuo con la denominada teoría del gen egoísta,  que enuncia que cuando un individuo defiende a otro es porque de una manera u otra, en mayor o menor grado, comparten genes y así por esta razón el lobo defiende tanto a su camada como  a su grupo con el que guarda mayor o menor parentesco. Pero para el hombre que defiende el país propio, o una ideología, una fe, una consigna, un equipo deportivo, … que obviamente no llevan nuestros genes, pero que la historia nos muestra que las gentes están prestas a morir y matar, a odiar y despreciar a otros por ellos, y cuando por otro lado empujados por  ese impulso hacia algo mucho mayor que uno mismo,  somos capaces de enfrentarnos padres contra hijos o a hermanos entre sí, vemos claramente como esta capacidad poco o nada tiene que ver con la «defensa» de nuestros genes.  El hombre sucumbe a estos funestos deseos porque nuestra alma esta predispuesta a desear bienes absolutos, que nos trascienden, con suma facilidad.

Y  ¡qué fácil es imaginar que esos espejismos intelectuales nos resolverán todo! Incluso la fe, que debería conducir al descubrimiento del Amor, cuando por errores de intención o por malvada manipulación no lo hace, se desvía y corrompe haciéndose así instrumento del Mal y es capaz de desencadenar guerras y persecuciones y males de todo género.
Pues no hay creación intelectual humana que esté a salvo de la corrupción maléfica y sea capaz de engendrar nefastos sentimientos y enemigos. Toda revolución erige su enemigo, toda consigna su rival, todo líder su adversario. Solo en aquella máxima que predica el amor a los enemigos se es capaz de superar y encauzar correctamente esta poderosa fuerza del espíritu humano que es la trascendencia, y al experimentar en uno mismo esta verdad, se alcanza a comprender por qué la fe cristiana es verdadera y de cómo Dios es Amor… ¡pero cuán difícil es vivir de corazón ésta intención y qué espectacular es la vista cuándo se llega tan alto!

Lucas 6, 27-28: Pero a vosotros los que oís, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian.

En toda ideología y construcción intelectual siempre habrá enemigos, adversarios hostiles, antipatías, odio, frustración. Cuántos  ateos se quejan de la intolerancia religiosa y actúan o se refieren contra los creyentes con rabia, odio y desprecio… precisamente viviendo en sí los males que atribuyen a la religión, sorprendente paradoja. Hasta el ecologismo y muchas actividades que se suponen filantrópicas crean y erigen constantemente adversarios en los que volcar odio y malos pensamientos, destruyendo el corazón de quienes se apoyan en ella en primer lugar.
Y surge esta cuestión… ¿es posible un ateísmo que predique el amor universal cristiano pero que prescinda de todo elemento espiritual y sobrenatural, una especie de humanismo cristiano descafeinado? Porque  conozco ateos que ven en la Carta de los Derechos Humanos una especie de sustituto de decálogo mosaico o incluso del mensaje evangélico de Jesús, pero que en sus vidas no se traduce en ningún género de compromiso ni de actitud ejemplar, que no irradian paz ni siembran amor, porque esa es una declaración de principios que pueden servir para establecer marcos legales y objetivos políticos, pero no para explicarnos cómo obrar con el prójimo, ni mucho menos cómo ser felices.

Como principios correctos y honestos son deseables y son una buena causa política, pero a menudo es un digno parapeto bajo el que ocultamos nuestra burguesa pasividad. Porque dicha declaración en tanto que no se funda ni basa en el Amor como principal fuente, no es capaz de engendrar verdadera sabiduría ni dar fruto en nuestro corazón, y es incapaz de saciar nuestra capacidad mística, la única que llena verdaderamente al alma, y que es aquella cualidad – o sentido si se quiere decir así también- de experimentar el amor universal, a Dios en primer termino, y por ende, a cada ser humano, que es sentido y querido como hermano y que enunciamos como un maravilloso sexto sentido-si se me permite la licencia de expresarlo de este modo-, un sentido del que muchos, desgraciadamente, ignoran su existencia o consideran resulta solo asequible a santos y mártires.

Ni siquiera, aunque próxima, la filantropía se aproxima a esta capacidad. Muchos son los famosos y millonarios que realizan notorias aportaciones dinerarias con gran repercusión mediática sin entender que la percepción del verdadero amor requiere de exquisita humildad y discreción, porque de otra manera lo que hacemos no es sino alimentar nuestro ego dando pábulo a la aprobación, admiración y gloria públicas.
El conocimiento del Amor exige una búsqueda constante y activa de Dios, a través de la oración y los sacramentos, y obtiene una recompensa certera y experimentable, la paz y la plenitud, de una manera tal que no hay alegría que proporcione el mundo que sea comparable ni en dulzura ni en calidad a ésta, pues quien ha descubierto este tesoro místico en sí constata que hasta el más excelso de los amores humanos palidece en su fulgor y resulta imperfecto ante la sublime potencia del Amor de Dios.

Y así y por último concluimos que ésta es la capacidad que satisface y equilibra absolutamente el enunciado con el que abríamos esta serie de artículos; la ecuación de la vida, pues en el deseo del Amor de Dios se cumple ciertamente que se prescinde de todo lo que el egoísmo nos presenta como bienes o realidades deseables, y así en esa renuncia al egoísmo que no es sino amor, nuestro corazón reposa en paz y plenitud: Lo que yo quiero es lo que Dios quiere, y así el alma, al contemplar esta discrepancia entre lo que son las cosas y lo que nos gustaría que fueran, soluciona el desequilibrio de esta ecuación a través de un hondo acto interior de  aceptación y amor.

Marcos 14, 36: Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú.