Cómo orar con el corazón (III)

¿A qué se asemeja un alma que halla a Dios en la oración?

Es semejante a un ave en el cielo que se eleva cada vez más alto

Es semejante a aquel río que fluye y desemboca en un vasto océano

Es semejante a  la tibia caricia de sol que nos conforta

Es semejante al niño confiado  en los brazos de su padre

Sucede habitualmente que cuando queremos comunicar algo sentido por el corazón, la emoción  supera nuestra capacidad  de expresión y toda la variedad de sentimientos y ánimos ha de abrirse paso al exterior torpemente a través de ideas y palabras. Curiosamente, cuando nos ponemos en presencia de Dios en oración, olvidamos que El ve nuestro corazón tan claramente que todo intento de expresar ideas y sentimientos es vano e inútil pues ante El no cabe el más mínimo disimulo ni excusa ni adorno. Ve nuestras preocupaciones y angustias y su origen más nítidamente de lo que lo hacemos nosotros mismos, comprende nuestra paz de espíritu y hasta que punto reposamos en El y lo anhelamos, bien nos conoce y bien sabe lo que verdaderamente necesitamos. Para El somos tan absolutamente transparentes como el aire. Es por esto que en la oración muchas veces sobran las palabras… y las ideas.

La oración  es un camino del corazón y se manifiesta de multitud de formas y medios distintos, tantos como el corazón es capaz de sentir. Por eso mismo la vida de oración nos conduce a una íntima profundización en nuestra humanidad. Ante Dios de nada valen los retruécanos y los discursos, ni la riqueza de vocabulario, ni la capacidad retórica. Por ello sucede que  el más humilde y sencillo de los niños es capaz de la más sublime de las oraciones. Habla  el corazón…. y cuanto más puro, más agradable a Dios.

Hemos hablado en el capítulo anterior de la oración de «elevación», por la cual nuestra alma mira a Dios en un afán de alcanzarlo, de partir en su búsqueda. Esta mirada interior se traduce en un deseo de acercarnos a El, de agradarle, de cumplir su voluntad. Es una oración en la que el alma se eleva a Dios y la altura  de su vuelo estriba en la fuerza de nuestra voluntad por  alcanzarLe.  Pero para comprender mejor la enorme amplitud de caminos que existen en la oración ahora te hablaré de otra modalidad, en cierto sentido, opuesta.

Como siempre que se intenta expresar en el lenguaje de la razón lo que corresponde al espíritu, las palabras quedan cortas para comunicar lo que deberían y todo queda en un intento de dar ideas por aproximación o similitud. Aclarado esto, vamos a referirnos  a  aquel tiempo de oración en el que la intención de hallar a Dios en nuestro interior es de un género distinto al anterior, en esta ocasión la actitud interior es la de que «recibimos» a Dios.

¿A qué comparar este modo de orar? De alguna manera es como si fuéramos los humildes súbditos que reciben a su rey en su modesta morada. Disponemos de ella para El por entero, sabiendo de nuestra indignidad, de nuestra pequeñez y  escaso valor… y que nuestro único agasajo estriba en  nuestra disposición para cambiar aquello a lo  que nuestro Señor  no gusta. Somos pobres, pero en nuestra pobreza hacemos lo posible para que cualquier incomodidad desaparezca.

Esta es una actitud de recibir, de llenarse, de inundarse de Espíritu Santo. Si hay algún sentimiento ligado a este tipo de oración podría decirse que es el de la docilidad, mansedumbre, quietud. Es pedir a Dios su gracia y dejarse llenar por ella. Es un dejarse romper las rigideces de nuestro interior, eliminar las tiranteces entre lo que somos y lo que deberíamos ser para agradar a Dios, en suma, una rendición incondicional a El… y así, libres de andamiajes y lastres, ondear como una bandera al viento, sentirnos un instrumento flexible en Sus Manos, de no imponer nuestra ruta en el camino que nos lleva a El. El fruto de esta sumisión, de esta rendición, es una confianza en El plena de paz.

Es una oración de reposo y quietud, que como siempre, descansa en una intención fija en Dios, en este caso, la de acogerle, recibirle.

Juan 14, 15 – 17:  Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros.

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